by Carlos Aldana Mendoza
A la pedagogía la vienen reduciendo a sus
mínimas expresiones. Por aquí la
confunden-reducen con didáctica, por allá con la reflexión teórica sin
implicaciones o posibilidades prácticas; en otras partes, la reducen a la
consideración de los componentes de la educación formal. En algunos lugares, la
reducen a la educación de niños y niñas y la oponen a la andragogía (concepción
totalmente discutible).
Las distintas reducciones no solo evitan una
mayor penetración e incidencia de pedagogos y pedagogas en la vida concreta de
nuestras sociedades, sino que impulsan un conformismo, una adaptación acrítica
e irresponsable al discurso de las grandes corporaciones y los organismos
internacionales. Es mucho más fácil crear conceptos, consignas y cuerpos
explicativos favorables a esa educación que sirve a los intereses dominantes,
cuando se cree ciegamente en la pedagogía reducida a sus mínimos.
Entre todo esto, está claro que a la
pedagogía la vienen despolitizando, y he ahí la peor de las reducciones a las
que es sometida: negarle su naturaleza y su poder político para dejarle solos
los aspectos filosóficos, psicológicos, didácticos o con más fuerza, los
aspectos administrativos de la educación escolar. Reducirla a estudios o
propuestas que se quedan en la conducción de los procesos didácticos, o al
desarrollo de estudios sobre cómo administrar instituciones educativas, es
parte de una concepción que pretende convertir en “natural” esa apoliticidad de
lo educativo que siempre ha sido favorable a los poderes.
Despolitizar la pedagogía es la principal
reducción porque la aleja de las luchas y reivindicaciones de los pueblos. La
aleja de las grandes movilizaciones, de los procesos profundos de crítica e
indignación ante el mundo en que vivimos, mientras dedica grandes esfuerzos
técnicos a profundizar una práctica educativa alineada a la globalización, el
neoliberalismo y las políticas sectarias en todos los países. Además, esta es
la pedagogía que, con el énfasis en el discurso de las competencias, las
tecnologías, el emprendimiento, la capacidad productiva o la ausencia de
memoria histórica, permite la acriticidad, el verticalismo y el despliegue de
información que no genera sabiduría.
Los grandes intereses en el mundo se
congratulan con esta pedagogía reducida que se disfraza de actualidad y de
grandes avances a través del uso de tecnologías y otros mecanismos de control y
dominación actual. Pero no puede negarse que, de todo lo anterior, también son
responsables los hombres y mujeres quienes, dedicados al estudio sistemático de
la educación, se conforman con asimilar y tratar de aplicar el discurso que más
escuchan o que les imponen desde las directrices oficiales.
Somos los pedagogos los que hemos contribuido
a limitar las alas de la reflexión, el estudio, la discusión y la propuesta
pedagógica, a través de nuestra falta de profundización, o mediante la ausencia
de diálogos alternativos. Pero, sobre todo, somos los responsables de esa
angustiante y destructiva reducción de la pedagogía cuando desde una postura
endogámica, dejamos de ir al encuentro del pueblo, dejamos de respirar, sentir
y caminar junto a los hombres y mujeres que luchan contra los poderes, que
sonríen en sus esfuerzos por construir una sociedad diferente. Cuando los
pedagogos nos conformamos con leer, estudiar, estar dentro de los territorios académicos
o institucionales, sin abrazar las indignaciones o las demandas de los pueblos
y sus organizaciones, cuando eso sucede, dejamos que la educación (en discurso
y en prácticas) quede en manos de quienes son responsables de la indignidad, la
exclusión y el sufrimiento de las mayorías en todo el planeta.
Reducir a la pedagogía es el mejor modo de
negarle su papel en la reflexión, discusión y práctica de una educación que se
sume a la caminata de los pueblos hacia su dignidad.